De pronto,
camino de mi casa,
me veo rodeado de figuras
con rostros de tormenta y
brazos de hojarasca.
Y aquello que fue hermoso
--la luna sobre el río,
las aceñas en marcha,
las flores del almendro,
un susurro de amor a mis
espaldas…--
ya no basta para tejer un
verso
porque me faltan las
palabras.
Y de pronto una música
familiar y sencilla
me abraza suavemente.
La niebla se disipa,
los cepos de los pies
desaparecen
y los ojos se libran
de aquellas pertinaces telarañas.
Nueva luz me ilumina.
La música es un llanto de
dulzaina,
una vieja tonada de mi
tierra,
un bolero que es hoy
reliquia fría,
como el traje bordado de
una fiesta
o una jarra de alfar que
ya no gira
del torno en la solícita
madera.
Tras el llanto nasal de
la dulzaina,
aparece ante mí aquella plazuela,
aquella casa de los tres
balcones.
Y huele a primavera,
a aroma de la infancia
que sabe ser eterna.
Yo había crecido aquí
junto a las gentes
y cosas que hoy reposan
en cenizas,
en polvo de desván vacío,
antiguo,
exento de esperanzas y
promesas.
Aquí sigue el recuerdo,
aquí sigue la plaza,
y sobre mí el cielo azul
y vuelos de cigüeñas.
Como anillo en el agua
que una piedra al azar provoca
ciega,
sigo siendo romero
que camina al origen de su esencia.
Caminar siempre a casa:
ese es el gran secreto,
la gran prueba.
Caminar siempre a casa
aunque nunca se llega.