viernes, 11 de octubre de 2013

POEMAS EN LA ISLA DEL TEIDE


 
I.
 
De noche la isla es un océano
de luces bajo un cielo donde llueve
y el viento zarandea el parabrisas.
 
De sur a norte, en busca de un destino
que nos rechaza, el bus
nos lleva, peregrinos de lavas
y dragos que convierten los jardines
en plazas para brujas.

De noche, camino del océano,
la isla es una niña
que se encoge ante el viento temerosa.

No hay rastro del monte de la nieve.
Quizá mañana,
a la luz de otro día,
vuelva a ser Tenerife la señora
coronada de espuma,
entre escollos de lava.
 
 II.
 
Mientras tomas el sol sobre la hamaca
y recuerdas tal vez tu viejo mar,
a tu espalda el océano golpea
los muros de Martiánez reforzados
con escollos de lava.
De pronto convertida en sirena extranjera
de pie meticuloso,
entras en las piscinas del océano domado
azul turquesa
y a brazadas alcanzas el islote
habitado de jóvenes sabinas.
 
Desde allí me bendices esta calma
que disfruto, la calma
que por detrás de los hoteles sube
con la tierra a las nubes que se besan
eternamente sobre las montañas.
Este es nuestro refugio
ahora, lo demuestra
esta paz que tenemos y nos tiene,
aunque ahí, al otro lado
de esos muros ataque
eternamente el pertinaz Atlántico.
 
 
III.
 
Cuando sople aquí el viento
todo el cementerio olerá a romero.
 
Entre las tumbas pasa
sus horas el domingo de paseo.
 
La gente habla entre sí
mientras riega las flores de sus muertos.
Y los nichos parecen
los patios andaluces por sus tiestos.
Sobre las cruces,
entre tules de cielo,
asoma su presencia el dios del fuego,
el Teide paternal que ampara
la paz del cementerio.
 
 
IV.
 
Los tranvías persiguen el trazado del tiempo
bajo un periplo extraño de celajes.
Mientras vemos en los arcos morunos
el azafrán más barato de la isla,
si lo comparamos con el que vimos
en la Casa de los Balcones,
casi un robo
si no fuera el turismo su razón.
 
Aún veremos semáforos y plazas
con dragos escondidos, aún daremos
con la Casa de la Amistad,
antes de entrar en la plaza de España
y verla como después de una guerra,
a la vista de los viejos volcanes aserrando
las gasas de las nubes atrevidas.
Miramos hacia arriba.
Siempre en la isla hay que mirar al cielo: 
allí nace la luz
y vive el padre Teide derramando
sus bendiciones sobre las domadas
piedras, estatuas
que vigilan atentas desde el sueño
los ecos de las balas, los insultos
que el cainismo sembró por estas calles
de los pueblos pequeños, más callados,
desde el ardiente sur hasta el altivo norte,
pasando por la estepa de quijotes
y sueños de molinos sin futuro.
 
 
 
 

 

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