martes, 16 de agosto de 2016

HOMENAJE A LA PINTURA I



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                                    (Picasso)

Cristales encendidos, candelabro
que alumbra luces nuevas y amarillas
en tragedias corrientes, descalabro
de toro negro abierto, sin cuadrillas,

a la vida completa de la grama,
de las hembras que esperan su embestida
de amor, de reciedumbre, de alta llama
que todo lo consume sin medida.

Azules de algún cielo que no es triste,
los negros de la mesa, baja noche
que aguanta el libro blanco: sólo existe
la luz, la claridad, este derroche

de rabiosa esperanza de la vela,
la pintura que canta en la mirada
y espera en los pinceles de la tela
a encender las virtudes de la nada.










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                              (Van Gogh)

Catorce girasoles amarillos,
como catorce versos de un soneto
dedicado a cantar los altos brillos
que tiene la belleza de un secreto.

La luz solar estalla en el jarrón
y baila en las semillas de las flores.
La amistad de un sufrido corazón
se deshace voraz en los colores

que ascienden hasta el rojo sin descanso.
Sólo un alma intranquila entiende el río
salvaje que infeliz busca el remanso
tras el reflejo ardiente del estío.

Una linea azulada sella el cielo
de esta muestra de mágica amistad.
Girasoles que emprenden alto vuelo
para besar la luz de la verdad.




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                                            (Cezanne)

Floreros, frutas, platos que se encienden
bajo la luz que tiembla en las cortinas.
Aquí no viven sombras: aquí prenden
llamaradas en todas las esquinas.

Limones amarillos que enloquecen
de amor junto a naranjas encendidas.
Blancos de porcelana que estremecen
las sombras del mantel, tan atrevidas.

Y las manzanas, sanas, coloradas
cantando alegres el presente activo
entre ropas blanquísimas, plegadas,
y la estatua de Amor, siempre tan vivo.



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                                           (Baugin)

No existe nada más. La sala duerme.
Viven los ojos que ahora están mirando,
que acarician la luz de los colores,
náufragos en el piélago del cuadro.

Vaso, naipe, laúd, sorpresa viva,
jerarquía ordenada de las formas,
encaminada a deleitar los ojos
con el juego de luces y de sombras.

La pregunta es: ¿Qué oído escuchará
de ese laúd las notas preferentes?
¿Qué escogido olfato va a sentir
el perfume sutil de los claveles?

¿Qué mano de marfil habrá de ser
la que rompa la espera de ese pan
o acaricie la carta o mueva el juego
del ajedrez que sueña en soledad?

¿Qué labios beberán la roja furia
del vino encarcelado en esa copa?
Nadie responderá en este silencio
del gran milagro que brilla en estas formas.


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                                          (Chardin)

Las luces y las sombras holandesas
y tal vez unas gotas de Pousin
resuelven las escenas cotidianas
que con toda dignidad muestra Chardin.

Una mujer que vuelve de la compra
y deja sus capachos en la mesa,
un desayuno puesto para el ojo
que no sabe comer tantas sorpresas.

Frutas, vidrios, animales de caza,
paños blancos que derraman sus pliegues
entre fiestas de sombras y de luces
a la vista de un mundo ya perenne.

Seriedad de las cosas donde el alma
del cristal o la loza exhala un algo
que supera la espera interesada,
la pose de ficción, del ser humano.

Aquí las cacerolas, los plumajes
rebasan la función de la materia,
el brillo del metal entre otras luces,
lo que ayer palpitó en las carnes muertas.


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                                       (Caravaggio)

Las frutas de Caravaggio, higos, uvas,
manzanas o granadas son las frutas
que, mucho más allá de la sazón
que las lleva a la esencia de maduras,

explican unas veces el trasiego
que sufren la belleza y la ufanía,
estadios de la vida en plenitud,
hasta volverse viejas y marchitas,

otras veces explican la Pasión
de Cristo en las manzanas golpeadas
y los higos pasados, y la gloria
de su resurrección en la granada.

Por encima de la mirada atenta,
en la escena que brota entre las sombras,
palpitan los colores de las frutas,
luz y fugacidad de las personas.










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