Y miras todavía
el cielo aquel
de lluvias y vencejos
que tú viviste
un día, cuando niño,
aquél del que
bajó la muerte en ira
y dividió a los
hombres
en panes
enemigos.
Maldad oculta,
trinchera
abierta aún.
Y miras estos
campos, esta carne
que crece con
los dedos y el cuidado
de la gente del
pueblo, los labriegos
y los poetas.
Y son los
mismos campos
que aquellos
que te dieron
la espiga
generosa de tu infancia.
Estos campos
que un día
también se
convirtieron en mordazas
para bocas
hermanas, en sepulcros
para sueños de
niños.
Azules de aguas puras de la infancia,
ocres de las
aceñas que molieron
un tiempo de
aventuras.
Puente de Piedra,
cordón
umbilical entre los barrios
y la ciudad de
la muralla vieja.
Colores que se
encienden en las torres
y se apagan,
dormidos, en los juncos
del soto de San
Frontis.
Colores que
espejean y repiten
las formas que
no mueren de aquel tiempo
en que sólo
bastaba
vivir para
vivir
y alguna vez
soñar más de la cuenta.
¿Dónde el barrio aquel que yo creé?
Los nidos de
vencejos, la noria de la huerta,
los carros, el
potro del herrero...,
no responden al
gesto de mis ojos
ni al urgente
reclamo de mi alma.
¡La casa y sus
balcones, la luz que llueve afuera,
el puente
umbilical de la ciudad y el barrio...!
Los milagros no
existen:
sólo el tiempo
que rompe la atadura
que mantiene
sujetas brevemente
las cosas a sus
dueños.
Ya no es
nada
lo mismo que
fue ayer, ni yo tampoco
volveré a ser
los ojos que bebían
la magia de mi
barrio con su río,
ni aquella
fuerza pura que encontraba
tan extenso el
milagro de los días.