I.
Mírala a los ojos, que ella vea
que es verdad lo que dices.
Eso basta. Sobran mieles de
nombres
y adjetivos, promesas
de verbos que se esfuman
en cuanto rozan el fuego de la
tarde,
nada más abandonar la lisa
solidez de los labios.
Mírala a los ojos y no esperes
a que se apague el fuego
tranquilo del amor.
Enciende la cerilla de un abrazo.
La llama prende sola entre los
cuerpos
como el fuego en la leña.
Lo demás viene solo,
si no pierdes el tren de la
esperanza.
II.
Confórmate
con el lujo de su sonrisa,
toma el dulce calor de la primera
taza con ella,
escucha su palabra como el
prístino
sonido de la vida.
Luego dale las gracias con un
beso
y quítale el veneno a su
cansancio.
Sé el hombre
que ella espera de ti,
el ser sencillo,
cabal que cumple siempre,
que habla poco
y hace mucho en la casa por los
hijos.
El que siembra la dicha en lo
vivido
y se da hasta quedar lleno de
hogar
y se queda en el dar casi vacío.
El que olvida la palabra y
siembra tiempo
de amor en el barbecho del
olvido.
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