jueves, 28 de noviembre de 2013

UN POEMA DE PARÍS





Yo hace treinta años era otro.
Era, para empezar,
más joven y tenía
un verano entre las manos,
dos frutos inmaduros
y una rosa abierta
para mí en primavera.

Solamente digo que era más joven
y tenía mucha vida de luz aún por delante,
cuando pisé París por vez primera,
cuando el Sena desbordado
anegaba los besos
y en el Louvre reía
Mona Lisa silente.

Mi mujer disfrutaba
junto a mí y así era
perfecta nuestra dicha.

Desayunábamos temprano
en el café de la Ópera
y nos lanzábamos a la aventura
del metro hacia Montmartre,
hacia el Barrio Latino
o al rincón que el azar
ponía en nuestros pies.
Comíamos de paso
y seguíamos el gozo de ver cosas:
galerías y espejos,
una estatua que no salía en la guía
o las palomas que ensuciaban de blanco
el obelisco de la Plaza de la Concordia.

A veces el milagro
ocurría en un paréntesis
que dejaba la lluvia,
y el sol, en nuestros ojos,
era un brillo de oro
que irradiaba en la cúpula 
del Sacrè Coeur.
Setenta y ocho. Semana Santa.
Fecha del suceso.

Y cuando el día se escapaba de las calles
y las luces de neón
hacían románticos los cafés,
y los bulevares se llenaban de pájaros ocultos,
regresábamos al hotel
con el cuerpo cansado
y el alma saturada de belleza.
Aún teníamos tiempo de abrazarnos.

Al alba, medio vivos aún,
bajábamos al mundo del asfalto
donde, insaciable, París nos esperaba
para gastarnos un poco más la vida
a cambio de ofrecernos más belleza.

jueves, 21 de noviembre de 2013

VOLVER A VER ROMA



                                   

Volver a ver Roma,
sus iglesias, sus éxtasis, sus fiestas, sus Berninis,
sus helados de salvia, sus noches de cerveza,
camino del Pavone por fieros adoquines
y un tráfico diabólico en una ciudad santa,
entre dormidos ángeles y Caravaggios plenos
de extraña humanidad  y santa rebeldía.

Volver a ver Roma
y vivir el bullicio del Trastévere humano,
la soledad nocturna, fiel de Giordano Bruno
en su Campo dei Fiori, enfundado en su bronce,
con su libro y su luna, su lucha y sus cenizas.
Y tomar en un bar spaghetti alle vongole
y en otro bar un vino de aventura y tristeza .

Yo he vivido el Gianicolo entre pinos románticos,
avenidas de estatuas y la encina de Tasso,
tan callado y tan vivo en su tumba de iglesia,
y la revolución del mejor Garibaldi…
He vivido saberme total cosmopolita
allí en el corazón del mundo más antiguo,
atado a la belleza y al sagrado far niente.

Echo de menos Roma, ahora que estoy lejos,
metido en la rutina de mi humilde ciudad,
en un noviembre claro de dalias y castañas
donde el viento se esfuerza por robar nuevas hojas.
Otro mayo vendrá con ruinas y amapolas.
Hasta entonces, vivir, vivir en unas ascuas
de espera por volver a ver la Roma eterna.

viernes, 15 de noviembre de 2013

CINCO POEMAS CON CLAUDIO RODRÍGUEZ



                                                        A Paco Brines, tan afín a Claudio

 

I.                                    “¿Quién hace menos creados
                     cada vez a los seres?”
 
Nosotros somos sólo seres débiles
que soñamos la vida en breves cosas,
pequeñas y fugaces, hasta hacernos
como ellas sacrificio, como el barro,
como el agua sin vuelo, como el viento
sin otoño, sin lluvias; en la espera
de que ocurra un milagro y nos levante
hacia la luz del cielo, claraboya
de abrazos, borrachera de albas limpias
sobre el mar infinito de los goces.
 
Nosotros somos sólo seres débiles
que soñamos la vida en breves cosas,
pero no prescindibles como ellas.
El barro se hace adobe y en él muere,
y el agua es sólo espejo mientras dura
cuajada en los silencios de los charcos,
Sin vuelo, sin milagro, sin espera,
como el viento sin lluvias, sin otoño,
perdido en los recodos de su muerte.
 
Nuestra espera es fecunda; su milagro
es buscar en la vida la alta luz,
la claridad que explica nuestro sino:
seguir subiendo en fiel persecución
hasta encontrar el verso que nos vista
y dé la forma justa que soñamos.
 
Sí, soñamos la vida en breves cosas,
pequeñas y fugaces, pero de ellas
aprendemos a alzarnos de las sombras.
 







II.                                   “y en sus manos
brilla limpio el oficio.”
                        
Nosotros somos sólo pobres hijos
de nuestro oficio. Al alba levantamos
nuestros cuerpos camino del antiguo
andamio, un día y otro sin pensar,
sólo mirando arriba y ver el mundo
cómo se va formando a nuestros pies
con el sudor, los callos, la fatiga,
despedidas de amigos, familiares
que van como las olas arribando
a nuestra pobre arena y alejándose
de nuestros ojos amorosos. Somos
sólo la voz, la mano y la mirada
del taller verdadero, que no duerme.
 
La voz que habla a la vida más humilde
y la canta como si fuera el dios
de sus afanes, de su fiel infancia.
La mano que acaricia el pan que sale
de sus hornos humanos, el racimo
que en vino eterno adornará su casa,
la pluma que un día escribirá el poema
del trabajo bien hecho. Y la mirada,
que al fin cegada por la luz más pura
descubrirá el jornal mejor ganado.
 
 




III.                                 “ahora
que estamos en derrota, nunca en doma.”
 
¡Qué bien supiste tú, Claudio Rodríguez,
que el dolor salva siempre
aunque estemos perdidos
y parezca que la luz está lejos
del pan y del camino!
Paralelo a la vida va el dolor,
la derrota insistente,
pero también la fuerza
que nos alza como a Anteo de la tierra,
del golpe y la caída.
 
El dolor, lo supiste,
poeta sacudido,
es el campo de trigo que nos salva,
la alegría del surco,
la alegría del cielo anubarrado
pero lleno de siembra.
El dolor es la infancia,
el desván y los sueños,
la familia, la casa con los padres…,
lo que ahora es recuerdo
pero alimenta al alma
y la alegra por dentro con su luz.
Alegría que siempre nos espera
pese al paso del tiempo,
pese al miedo a la muerte,
porque es verdadera,
como tú y como yo, como estos versos
que escribo para ti desde el dolor.
 
 



IV.                                “Que no me deje a oscuras
             tu codiciosa luz olvidadiza y cárdena
              mientras llega el invierno.”
 
Tu mes era noviembre,
secreta calidad,
canción del aire, fiel revelación
de la vida más alta.
No sabemos qué entrega, qué virtud
te hacían sus recuerdos, sus ausencias,
su olor a pan ahumado y a castañas
asadas en familia.
Por lo que a mí respecta,
noviembre me sumerge en un silencio
de telaraña rota,
ajena a su solemne geometría,
a su estival palpitación ardiente.
 
¡Noviembre y sus mañanas
abiertas a la luz como una puerta
al misterio más limpio!
Se repliegan los odios
ante el íntimo amor de la caricia
que su luz salvadora
envía a los jardines.
 
Es música este son que entre las hojas
que caen a tierra captan mis sentidos.
Y claridad serena
esta luz que anuncia el gris invierno.
Pero el tacto del aire semioculto
en la yedra apagada,
sueño al fin de una lánguida tristeza,
son los versos marchitos,
puertas frías donde llama la muerte.
 





V.                                 “Ahora se salva lo que se ha perdido.”
 
¡Cómo fuiste aprendiendo que la vida
acaba convirtiéndose en un cuerpo
perdido en los recodos de la muerte,
hecho cenizas!

Mientras tanto la lluvia de la infancia,
las calles generosas, la familia,
iban tejiendo sábanas de sombra
en tu camino.

Y aprendiste que la luz nunca olvida
aunque se aleje infiel después del robo.
No te falta razón, Claudio Rodríguez,
porque lo veo.

Ahora se salva lo que se ha perdido
poniendo el corazón sobre el tablero.
La vida es la memoria que la canta
y la perdona.

Debemos recordar la primavera,
la flor de amor que puso en nuestras manos
y la gracia serena que ardió un día
en nuestros ojos.
 
Es posible que sea bella la muerte
y cantada en los versos más sinceros.
Pero la vida es vida y hay que amarla
hasta la muerte.

jueves, 7 de noviembre de 2013

TRÍPTICO DE EL CAMINO DIARIO


 

 

1.
 
Yo no habría querido asistir
a la muerte anual de las hojas,
ni a la lluvia del hombre en el mundo
sobre amargas trincheras
--y catedrales limpias
y sucias caretas--,
ni a la lucha feroz por el vino,
por el pan de la guerra,
ni a la trampa del lecho que lleva
la raza a la huesa.
 
Pero ahora ya es tarde,
y mis ojos conocen la escala
que sube del sótano al brillo
de la inmortal estrella.
Ya no puedo volver,
ya no quiero volver: soy la gota
de agua en la lluvia del hombre,
y conozco la fuga del pan
y el camino que aguarda en la niebla
para hacerme más hondo,
más hombre y poeta,
cantador del futuro y la magia
que sostiene la luz del planeta,
al hombre siempre solo,
siempre en guerra
para hacer de su raza un racimo
de esperanzas abiertas.

 
2.

Canto el trabajo del hombre,
el esfuerzo diario que le cansa el cuerpo
y le enrecia el alma,
canto el trabajo bien hecho
porque le da la paz y le hace libre
sin estatuas ni premios.
 
Nace el hombre armado de herramientas
y hasta que no esté muerto
y sus manos se olviden del aire,
seguirá construyendo zapatos,
yugos de animales que preparen la tierra
para dar trigo luego,
seguirá haciendo caminos,
ladrillos para casas y hospitales,
medicinas y féretros.
 
Canto el trabajo del hombre y canto al hombre
solitario y señero
porque no sobra nadie
porque nadie está de más en este esfuerzo
de ir forjando el mundo día a día
sin esperar reconocimiento.
Con nuestras manos y nuestros cansancios
alzamos la paz y andamios nuevos.
 
Estoy dispuesto a no cantar el llanto
de las viejas maderas con el viento,
ni los dientes de las olas tenaces
abriendo mil heridas al cantil,
ni la paz de la tumba escondida
en las sombras de un templo.
Estoy dispuesto incluso
a no escribir la letra de estos versos.
 
Pero no me pidáis que no cante
la esperanza del hombre,
su miedo a no alcanzar la paz que busca
a través de su esfuerzo,
guerra cotidiana que le hace libre
sin estatuas ni premios.

 
3.
 
Sigue a ese hombre,
sigue a esos ojos cargados de cien guerras,
sigue a esas manos vacías de regalos
y llenas de herramientas.
Sigue a esa hechura de milenios
antes que tú repartida en la tierra,
en la raza de sueños infinitos
de todas las conciencias.
Sigue a esa existencia interminable
anclada en este instante en unas señas
de andamios y semanas sin respiro
hasta esa entraña abierta
donde los trenes conversan con ternura
de amores y suicidios, de hambre negra,
de milagro de panes y justicias
compradas, cicateras.
Síguela hasta el campo, hasta la fábrica,
hasta los despachos o las escuelas,
hasta los hospitales dolorosos
o las tumbas que esperan.
 
Y retrata su esfuerzo inesperado,
la erosión de su carne y de su esencia,
la embestida del surco y de la espiga,
la lágrima que ciega.
Las espadas del humo y el hastío,
el hedor de la tinta traicionera,
la sábana tristísima y el broche
impío de la huesa.
 
Síguela y aprende cómo todos
empujamos unidos la existencia,
la enorme eternidad de nuestra raza
con muertes verdaderas.
Sigue a ese hombre
y bésale las manos: es tu esencia,
él es todos nosotros encarnado
en carne nuestra.
En esa ropa indestructible suya
pero a la vez perenne y duradera
va el camino del hombre, esta raza
nuestra, sola, señera.