miércoles, 29 de octubre de 2014

EN LA PLAZA DE LA INFANCIA









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                                                                 A Claudio Rodríguez
 I.

Estoy en la plaza de la infancia, en vano
busco aquellos balcones y aquel aire
que movía la hiedra enamorado.
Sólo siento pasar
el río del tiempo por mi alma,
pasar sin luz y ausente.
No le importa a la ciudad impávida
que yo haya vuelto como el hijo pródigo
a su muralla antigua y traicionada.

El Duero sigue
desmadejando el agua en las  azudas.
Y no tiembla mi mano al saludarle
 ni al despedirme de él. Todo me sabe
a eternidad diaria,
al fuego del vino o la aceitada.
Estoy en la plaza de la infancia,
un recinto donde se rompe el sueño
con el ruido de mis pasos,
y la casa en que nací es hoy hostal,
sin memoria de aquellos tres balcones
y el aire que movía aquella hiedra.




II.

Yo he venido a mi tierra para librarme el alma
de las dulces celadas del pasado,
azudas y vencejos, amigos y aventuras
de otros cielos quemados, de otras aguas vividas.

¿Misión cumplida? De repente,
de retorno al hotel de madrugada,
me topo con tu calle, Claudio amigo y poeta,
y resbalo de nuevo y casi vuelvo
a caer en las dulces telarañas.

Con Abrantes he hablado todavía
de ti y de tu silencio, de versos aprendidos
a la orilla del río, en las cantinas
con un vaso de vino entre las manos.
Y he sentido otro vino bajarme por las sendas
más débiles del alma, y la ebriedad
de las rosas antiguas me ha vencido.





III.

Y sé que luego, pronto, cuando doble
la esquina de la noche y me reciba
la tierra de adopción bajo otro cielo,
algún jirón del alma habré dejado
en esta tierra nuestra de traiciones
y perdones profundos. Sigue aún
la herida abierta y pesan demasiado
las viejas emociones en el alma.
Sigue siendo difícil escaparse
del todo de estos vientos de la tierra
por donde van palabras de aceitadas
de azudas, de murallas, de vencejos…

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